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Para qué sirve Eurovisión

Por fin alguien se ha dado cuenta de para qué vale Eurovisión. Obviamente, no para hacer buenas canciones, ni para conseguir que todas las emisoras del continente emitan las mismas insulseces. Tampoco para presumir de las facultades artísticas nacionales, ni sobre qué país hace las mejores galas o las retransmisiones más brillantes. Todo el mundo sabe que nada de eso motiva a los espectadores que siguen enganchados al concurso. Pero no sabíamos realmente las causas que llevan al público a digerir una veintena de canciones perfectamente intercambiables en su irrelevancia y aderezadas con atavíos étnicoestrafalarios. Ha tenido que ser la Universidad de Oxford la que nos lo aclare. Nos ha descubierto que Uribarri tenía razón y que Eurovisión es el laboratorio de la geopolítica. En las votaciones las canciones apenas importan, porque quienes votan lo hacen por afinidades, de forma que los puntos son el mejor termómetro de amores, de odios y de olvidos.
Como los científicos necesitan pruebas tangibles, han utilizado los datos de las votaciones entre 1992 y 2003 para deducir de ellas los lazos entre poblaciones. Por ejemplo, hay una alianza inquebrantable de Grecia y Chipre, presenten a quien presenten, que se ofrecen recíprocamente sus puntuaciones máximas (curiosamente, no pasa lo mismo entre Turquía y Chipre, que tienen comunidades conjuntas). O los gustos, demasiado parecidos para ser casuales, de los países nórdicos y de las repúblicas bálticas.
En la Europa de las instituciones, los pueblos tienen muy pocas oportunidades de expresarse. Todo se construye desde los gobiernos o desde organismos comunitarios donde prima lo políticamente correcto o lo comercialmente correcto. Casi nunca el feeling. Pero quienes votan desde su casa por teléfono móvil o por Internet no tienen en cuenta estas razones. Votan por cercanía sentimental y, casi siempre, geográfica. Así que, gracias a Eurovisión, conocemos las debilidades de cada país y podemos hacer un cálculo muy aproximado de cómo votará. Algo que puede parecer irrelevante, pero que trasladado a otros terrenos tiene una enorme importancia económica (por ejemplo, el del mayor o menor aprecio de los productos de otro país, la elección del lugar de veraneo, etc.). Miles de pequeñas decisiones que se toman en los hogares y que acaban por formar un gran mosaico macroeconómico del que nadie puede olvidarse.
Pero ¿Y nosotros? ¿A quién votamos? Por motivos que aún están por explicar, los españoles y los franceses no tienen un patrón de comportamiento previsible en este terreno. En ambos casos, nunca cabe presumir a quién votaremos, lo que puede interpretarse como una gran independencia o como una cierta soledad. Ni siquiera formamos grupo estable con Portugal e Italia, con los que compartimos cultura y geografía, en contra de lo que ocurre con los países nórdicos o de Europa Oriental. Quizá seamos los únicos que votamos simplemente a la canción, pero no deja de ser sospechoso, en un continente donde todos tienen sus filias y sus fobias.

El Estado lo paga todo

El Gobierno ha pagado ya 88 millones de euros a 19.000 afectados por la catástrofe del ‘Prestige’. Es la primera parte de una factura infinita que probablemente rebase los 40.000 millones de pesetas, de los cuales España sólo rescatará una pequeña parte. Hace algunos años, la rotura de unas balsas de decantación propiedad de la empresa minera sueca Boliden provocó una catástrofe ecológica en Aznalcóllar y los gastos para retirar los lodos (30.000 millones de pesetas) aún está por abonar. Boliden se declaró en suspensión de pagos y dejó perfectamente claro que no tenía intención de pagar ni un duro. Es más, retó a la ministra de Medio Ambiente, Isabel Tocino, a que fuese a pedir el dinero a las dos constructoras españolas que habían hecho las balsas.
Una vez tras otra, las facturas de los desastres ecológicos acaban en las espaldas del contribuyente que además de sufrir los desperfectos, ha de pagarlos. Una paradoja tan incomprensible como el hecho de que todos tengamos que sufragar las indemnizaciones que provocarán los derribos de las viviendas construidas ilegalmente, porque no se puede ser víctima y culpable al mismo tiempo, excepto en casos de suicidio.
En una sociedad desarrollada, este tipo de circunstancias resultan incomprensibles, pero lo cierto es que se dan. Los gobiernos, que parecen tenerlo todo controlado, en realidad no tienen casi nada bajo control y se afanan por disimularlo aplicando su capacidad de presión sobre quienes tienen menos posibilidades de escapatoria, que casi siempre son los más débiles.
El hecho de que puedan circular por aguas comunitarias barcos de los que ni siquiera se sabe con certeza quién es el propietario de la carga o su armador, parece insólito en un ámbito reglamentado hasta la extenuación, como es la Unión Europea. Que no estén suficientemente garantizadas las coberturas de los seguros de las actividades peligrosas o que se esfumen por una cascada de subcontrataciones (como ocurrió con el Yak-42) parece impropio de estos tiempos. Pero esto es lo que tenemos. Y el resultado final siempre es el mismo: que pague el erario público. No es de extrañar que todo aquel que tiene problemas piense lo mismo, tanto si es una mera consecuencia de la avaricia, como ocurre con la sobreexplotación de la anchoa, o se trata de una relación tan colateral como la del Asesino de la Baraja, cuyas víctimas han pedido ser resarcidas por el Estado, ya que fue soldado profesional. Todos los afectados lo tienen muy claro: que pague el Gobierno.
En una sociedad que tiene tan clara dependencia paternal del Estado, es fácil de entender que los seguros no progresen. Todos sabemos dónde se puede ir a reclamar.

Un año crítico

En los próximos doce meses van a cambiar muchas cosas en el sector ganadero cántabro y el problema es que no sabemos bien cómo. Lo que puede darse por seguro es que empezará una época distinta, lo cual es mucho decir en un sector que evoluciona con una rapidez de vértigo. El Plan Lácteo que ha puesto en marcha el Ministerio de Agricultura, en teoría, va a defender a las pequeñas explotaciones, que el libre sistema de compraventa de cuotas ha llevado a las puertas de la extinción, pero en la práctica es posible que ocurran cosas bien distintas.
Por lo pronto, antes de cerrarse definitivamente el mercado libre de cuotas, se ha producido una avalancha de transferencias que en Cantabria es posible que hayan superado las 15.000 toneladas. Y esto sólo es el preludio de lo que puede ocurrir cuando entre en vigor el nuevo régimen de Pago Único de la prima láctea, que España ha aplazado un año. Esta prima dejará de estar vinculada a la producción real de cada ganadero pero su reparto se basará en la cuota que posea el 31 de marzo de 2006. Resultan evidentes, por tanto, los motivos que han dado lugar a esta carrera por comprar cuota que se ha producido en los últimos meses.
La intención del Ministerio es buena –el evitar que las cuotas tengan un componente especulativo, como ocurre con las licencias de los taxis, o que su reparto provoque una redistribución insatisfactoria– pero su puesta en práctica puede resultar complicada. Y lo que es peor, los errores que se produzcan quedarán consolidados en el tiempo. Los ganaderos cántabros que secundaron al ministro Romero ya comprobaron cuando se repartieron las cuotas lácteas que la política a veces se ajusta más a los hechos consumados que a la legalidad, y los más legales fueron los perdedores en un reparto que acabó por consolidar las producciones de facto.
En esta ocasión, el Ministerio se reserva un poderoso mecanismo de ajuste, ya que va a controlar el Fondo Nacional coordinado al que irán a parar todas las cuotas que queden libres en los planes de abandono y de quienes voluntariamente deseen vender, pagándolas de los Presupuestos Generales del Estado y a precio fijo, según las circunstancias de edad del vendedor.
El objetivo es propiciar que las explotaciones más pequeñas o con más futuro –las pocas que están en manos de jóvenes– consigan un tamaño suficiente para asegurar su viabilidad. En el caso de Cantabria debería resultar muy beneficioso, dado que la gran mayoría de las que subsisten siguen estando por debajo del promedio nacional (178.000 kilos de leche al año) y, por tanto, cabe entender el apoyo de los sindicatos a un Plan, que nos proporcionaría una transferencia de cuota positiva (aunque no de primas lácteas), y cambiará una realidad muy triste, la fuga de parte de la cuota regional en los últimos años, porque en otras regiones se cotizaban más estos derechos.
Pero hay bastantes circunstancias que nublan este panorama. La primera es la presencia en el sector de ganaderías que ni se han adaptado ni se van a adaptar. Un tercio de las explotaciones cántabras sigue sin entregar la leche homologada, algo que resulta ya difícilmente justificable y parecen abocadas, antes o después, a su desaparición, con lo que el censo de ganaderos cántabros de leche se quedará, muy probablemente, por debajo de las 2.000 explotaciones. Con un número tan escaso, en muchas rutas de recogida (especialmente, en las de montaña) apenas quedarán uno o dos productores y las compañías lácteas se pensarán muy mucho si les interesa ir a buscar esa leche. Pero hay otro problema más: Al plan de abandono se han acogido, para sorpresa general, explotaciones cántabras de gran tamaño y eso significa que una parte muy significativa del sector está dispuesta a plegar velas, al margen de su viabilidad, porque es más rentable convertir la cuota en dinero y dedicarse a otra cosa. Y esto sí que rompe todos los esquemas.

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