Inventario
Los medios gobiernan
Ningún periódico del mundo se atreverá jamás a reconocer que algunos días no hay noticias. Pero la evidencia es que muchos de ellos, las que se producen no merecerían ser impresas. Sean de interés o no, el periódico está obligado a presentarlas a sus lectores como si realmente fuesen a cambiarles la vida. El destinatario, aparentemente pica todos los días, puesto que lo vuelve a comprar, pero este juego no deja de resultar tramposo. Hay que fabricar noticias para vender el producto y en esa fabricación se exacerban algunas o se reiteran otras hasta convertirlas en cansinas. Es muy probable que si, por un error, la redacción de un periódico español enviase a la rotativa una página ya publicada hace varios meses sobre la negociación o no negociación con ETA o sobre el Estatut catalán ningún lector lo detectase, porque incluso las noticias del día dan la impresión de haber sido leídas ya cien veces, de tan repetitivos que nos hemos vuelto los periodistas.
La ventaja para el medio de comunicación es que el lector siempre está dispuesto a concederle credibilidad, incluso aquellos que se manifiestan más escépticos y aseguran que sólo se publican mentiras. En realidad, esos son los que más.
Basta ver las encuestas del CIS para comprobar cómo las supuestas preocupaciones de los españoles varían en función de los temas que en ese momento son debatidos por los medios de comunicación y el porcentaje y tipo de preocupación varía extraordinariamente según el medio que lean, vean o escuchen. Si se deja de hablar de terrorismo, el terrorismo baja posiciones y si el monotema pasa a ser la inmigración, la avalancha de sinpapeles pasa, aparentemente, a quitarle el sueño a los españoles. Por eso, el ranking es tan voluble y a veces disparatado, como cuando la preocupación por el terrorismo era muy superior en regiones alejadas del País Vasco que en el propio País Vasco, donde la probabilidad estadística de ser víctima de un atentado resultaba muchísimo más elevada.
La única preocupación a prueba de todo tipo de agentes externos, e incluso de su propia realidad, es el paro, que estaba en los primeros puestos de la lista cuando afectaba al 20% de la población activa española y sigue estando ahora que no llega al 10%. Quizá hayan sido los muchos años de enormes dificultades laborales o la precariedad de los empleos actuales lo que justifique esta honesta inseguridad. El resto son tan engañosas como las portadas de los periódicos: tanto si hay noticias como si no, con algo hay que llenarlas y la prelación no quiere decir intensidad. Los mismos problemas y en el mismo orden se pueden sentir de forma muy distinta en dos momentos históricos diferentes. Es fácil de entender que, aunque ocupe el mismo primer lugar, la preocupación que hoy suscita el paro no es ni parecida en intensidad a la que originaba en 1980, por ejemplo.
Desde siempre se sabe que sólo existe aquello que está en el candelero de los medios de comunicación. Y todo lo que desaparece de este escaparate público pasa al limbo. El ex ministro de Defensa, José Bono, figuraba en las encuestas del primer trimestre del año como el político español más valorado, con mucha diferencia sobre cualquier otro. Al mes de dejar el Ministerio, su popularidad había caído diez puntos y, probablemente, dentro de un año, su nombre ni siquiera aparecerá en los rankings. Su valor intrínseco será el mismo, pero los españoles le considerarán para entonces un político amortizado. Ocurrió con Mayor Oreja, que inmediatamente después de abandonar el Ministerio del Interior para presentarse al Parlamento Vasco alcanzó cotas arrasadoras. Con la misma velocidad que su presencia pública disminuía caía su popularidad y todos aquellos que le consideraron sucesor natural de Aznar hoy ni siquiera le mencionarían como potencial recambio de Rajoy si éste no ganase las próximas elecciones. Mayor no es ni mejor ni peor político ahora de lo que era hace seis años, lo que ocurre es que ahora no existe para los medios de comunicación.
Los políticos conocen muy bien estos mecanismos y, como los actores, saben que han de dar que hablar para mantenerse. Son perfectamente conscientes de que permanecer en los despachos vende poco y el ejemplo más cercano es el del presidente Revilla. El electorado, al parecer, piensa que estar detrás de una mesa dieciséis horas al día es demasiado vulgar para un líder. Lo podría hacer cualquier hijo de vecino. Lo que quiere es que esté allí donde se le demanda y por eso los gobernantes han alcanzado el don de la ubicuidad. En una sola jornada pueden aparecer en los lugares más distantes y distintos, como puede comprobar quien siga su agenda diaria.
El olvidadizo electorado necesita su ración diaria de presencia para no bajar su estima hacia los líderes y los políticos han acabado por ejercer desde los medios de comunicación. Unos y otros se necesitan, pero ese juego está llegando demasiado lejos, con radiopredicadores que creen gobernar y gobernantes que se sienten parte del espectáculo.
El timo de la estampita
El escándalo de Afinsa y de Forum Filatélico suena a algo conocido y, sin embargo, es nuevo. ¿De verdad le sorprende a alguien que los sellos custodiados sólo valiesen, en realidad, el 8% de la tasación que realizaban los propios depositarios? ¿Tiene lógica que quien los compra y los custodia en nombre de terceros que ni siquiera han visto los pliegos, sea quien determine su valor?
A toro pasado es fácil acertar, pero esta forma de funcionar era manifiestamente sospechosa. Tanto que las dos empresas más importantes del sector están curiosamente en la misma situación. No es un problema de mala administración de una sociedad, lo que habría eximido a las autoridades públicas en cierta medida, sino de todo un sector, lo que demuestra el desinterés con que se ha legislado hasta ahora. Se entendía como una actividad privada cualquiera, un negocio más. Pero como el negocio no existía más que para los depositarios de los sellos, la única posibilidad de funcionamiento era remunerar a los depositantes con el dinero que ingresaban los nuevos inversores. De no haber intentado, además, defraudar a Hacienda, el escándalo hubiese continuado hasta el día en que se produjese el colapso de este sistema fraudulento, es decir, cuando las entradas de nuevo dinero no fuesen suficientes para pagar los intereses o las retiradas de inversores.
Las inversiones en bienes tangibles no son nuevas, pero hace algunos años, el PP mostró un especial interés por abrir la mano a nuevos sistemas de inversión colectiva para que los españoles tuviesen en sus manos un abanico de opciones para colocar su dinero mucho más amplio que la Bolsa, los depósitos bancarios o la renta fija. Negocios más especulativos o más sofisticados. Pero nadie cayó en la cuenta de que esos negocios prácticamente no tienen regulaciones específicas, porque están al margen del Banco de España, de la Comisión Nacional de Valores y, por supuesto, no tienen ningún tipo de fondos de garantía.
Los españoles, que por formación estamos convencidos de que la mano del Estado nos protege en última instancia de cualquier contingencia colectiva, no podíamos ni imaginar que un sistema de inversión como el de Forum Filatélico o el de Afinsa tuviese los mismos controles públicos que la venta de cromos y menos que la de caramelos, donde al menos hay unos controles sanitarios. Que alguien compre sellos, al precio que los compre o dónde los deposite no le incumbe a ninguna entidad oficial. Como mucho, a las de consumo de las autonomías, lo cual es irrisorio. Para las autoridades es tan banal como el hecho de que alguien pueda adquirir un camión de madera con la esperanza de que se revalorice.
El problema es que el inversor está convencido de todo lo contrario. De que su desembolso tiene unos controles y unas garantías. Él no conoce el valor de los sellos ni su rareza, ni las condiciones del mercado, pero supone que alguien vela y garantiza que esos sellos existen, aunque por lo general no los haya visto; que están bien tasados y que se revalorizan tal como le informa periódicamente el depositario.
Las autoridades no siempre tienen la culpa de todo, ni pueden evitar los errores privados, pero tienen la obligación de ser cautas y cuando abren las puertas a negocios como este, deben obligar a quienes los ponen en marcha a advertir a los inversores del riesgo que asumen; de que no hay organismos de cobertura para su inversión si se produjese un quebranto y de que rentabilidades pasadas no garantizan las futuras. El Gobierno no puede impedir que la gente fume, pero sí ha forzado a los fabricantes a advertir con todo dramatismo sobre las consecuencias.
Liberalizar las inversiones puede resultar muy atractivo sobre el papel, pero el resultado en España es muy problemático. Todas las que no tienen un control público, como ya hemos visto, se descontrolan y cada descontrol nos cuesta mucho dinero. Ha pasado en la Cooperativa de Monte, que funcionaba huérfana de controles públicos, y pasa con Afinsa o con Forum… Son muchos argumentos para que los españoles, que nunca creyeron en el liberalismo, sigan pensando que es mucho más seguro cobrar la pensión pública que las privadas, por muchas sombras que se planteen sobre la Seguridad Social y el auténtico problema es que quien reivindica el valor del sector privado como una alternativa más eficaz o más rentable no está dando argumentos para acreditarse socialmente. Pasarán muchos años antes de que los vecinos de este país cambien de opinión.