Inventario
Subasta fiscal
Nos votaría usted si le quitamos el Impuesto de Patrimonio? ¿y el de Sucesiones? ¿Y si además le rebajamos el de Sociedades? No se hable más, suprimimos también el IRPF si gana menos de 16.000 euros al año y se lo abaratamos a todas las mujeres que trabajen. A estas alturas, el votante, desconcertado, ya se imagina ante un mago de los presupuestos con el atrezzo de la varita mágica y capa con que Peridis caricaturizaba a Solchaga. Pero Solchaga no bajó ningún impuesto, sino que los subió, por lo que la varita de Rajoy debe ser de una versión muy evolucionada y multifunción.
El caso es que las rebajas de impuestos se han convertido en el arma electoral para el PP, como las subvenciones lo son para el PSOE. Los partidos busquen un caramelo para cada colectivo con el cheque a las madres, la rebaja del Impuesto de Sociedades para los empresarios, la desaparición del IRPF para los siete millones de mileuristas que hay en España o la desaparición de los Impuesto de Patrimonio y Sucesiones para los más hacendados, porque al resto, a los que no tienen casi nada que transmitir, les afecta muy poco.
Estas políticas fiscales de diseño son peligrosas, porque no van dirigidas a mejorar la cohesión social, sino que están claramente pensadas para captar el favor de determinados colectivos, lo que, obviamente, siempre será en contra de otros, porque los políticos españoles no han dicho nada de gastar menos, al contrario de lo que hizo Sarkozy en Francia, el único que se ha atrevido a comprometerse a reducir gastos y a explicar exactamente de dónde: recortando personal de la administración pública y de las empresas que dependen del Estado. En España ofender a colectivos de semejante tamaño representaría la ruina para cualquier político y, en cambio, la incongruencia de prometer más gasto con menos ingresos no tiene coste electoral alguno. Pero como no hace falta ser ministro de Economía para saber que eso es imposible, es evidente que alguien va a salir peor parado.
Las administraciones españolas, sobre todo las regionales y los ayuntamientos, se han lanzado a una política fiscal muy cobarde, la de elevar la fiscalidad que el contribuyente tiene más dificultades para detectar, como los impuestos no recurrentes, que no se pueden comparar año a año, y no ajustando el efecto de la inflación. Los ayuntamientos, por ejemplo, han sido los primeros en multiplicar el valor del suelo, concediéndole una edificabilidad desmesurada, porque así, además de satisfacer al propietario, recaudan más por las licencias.
Sólo por esta estrategia de apoyarse en la fiscalidad oculta puede entenderse que la ultraliberal Esperanza Aguirre haya hecho todo tipo de promesas de rebajas de impuestos visibles, pero ni una sola mención al céntimo sanitario, una tasa absurda que se paga en Madrid al adquirir combustible, destinada a financiar los hospitales. Aguirre sabe que en el enorme embrollo de los precios en euros, ningún automovilista es consciente de que llenar el depósito en su comunidad le cuesta 65 o 70 céntimos más que en cualquier otra.
En Cantabria vivimos otro ejemplo más sangrante. El Gobierno de Martínez Sieso hizo desaparecer en la práctica el Impuesto sobre Sucesiones al reducirlo a una cuantía simbólica pero, a cambio, subió el que grava la compra de viviendas, de forma que el alivio fiscal de algunos provocó un sobreesfuerzo para otros, en este caso para quienes adquieren una casa, y precisamente cuando están realizando el esfuerzo económico más importante de su vida. Cambió el Gobierno, pero los socialistas no se atrevieron a dar marcha atrás por una razón muy evidente: volver a establecer el Impuesto sobre Sucesiones hubiese tenido un enorme coste político y, en cambio, los compradores de los pisos no tienen conciencia de pagar más fiscalidad ni nadie que les defienda, aunque a todos los partidos se les llene la boca hablando del problema de la vivienda.
La misma estrategia que ha convertido el terrorismo o la justicia en material electoral de la peor estofa, ha conducido el sistema tributario hacia la demagogia. España debe ir muy bien y al Estado le debe sobrar mucho dinero para que quienes aseguran a diario que todo va hacia el desastre puedan prometer eximir del IRPF a siete millones de personas. Claro que, después de las cacareadas rebajas anteriores, España ha sido el país de la OCDE donde más han subido las cargas tributarias y eso ha ocurrido tanto mientras gobernaba el PP como cuando ha gobernado el PSOE. Curioso resultado.
Inflacionistas vocacionales
España es un país inflacionista por vocación. O quizá lo sea por aceptación popular. Lo cierto es que todo sube más que en ningún otro lugar y nadie protesta. Cuando se eleva el precio del petróleo, los combustibles crecen más, cuando los productores de biocombustibles compran cereales, en España el pan se dispara y cuando los chinos comienzan a aficionarse a la leche, en lugar de afectar a todos por igual, curiosamente, la leche española se convierte en la más cara de Europa, como si viniesen a bebérsela aquí.
La Comisión Nacional de la Energía ha decidido investigar por qué los combustibles salen de las refinerías españolas a un precio superior al europeo, si el precio del crudo es el mismo para todos, y el Gobierno ha reaccionado creando un Observatorio para vigilar los precios de la alimentación, pero da la impresión de tener un papel parecido a los que se instalan en las reservas naturales para contemplar los pájaros.
No es bueno ser demasiado escépticos pero en este caso es difícil ser optimistas. Nunca hemos llegado a saber por qué se quintuplican los precios de algunos productos agrarios entre el origen y el destino, ahora que la logística está tan evolucionada, ni qué ha pasado con los responsables, si es que alguna vez se determinaron las culpas.
Es cierto que en un mercado libre, cada uno vende como quiere, pero eso no impide que todos los países tengan mecanismos para defender a los consumidores de los productos básicos y consideren que es una de las políticas irrenunciables de protección a los más desfavorecidos. No sólo porque la inflación es el impuesto de los pobres, sino porque su capacidad de contagio crea un halo invisible de problemas para todos, y no sólo para los consumidores de pan o de leche.
Adiós a la Nueva Economía
En poco tiempo, como en la meteorología, habrá que echar mano de los más viejos del lugar para que alguien recuerde aquello del Nuevo Mercado, de la Nueva Economía o de las puntocom. Basta pensar que, en sólo siete años, estos conceptos han pasado de estar en todos los guisos a quedar como un recodo más de la historia económica. Como pasarán todas las campañas de alfabetización popular en Internet con que las autoridades intentan convencernos todos los días de que nos sacan de la prehistoria tecnológica, como acabarán en la nada todas las iniciativas genéricas de I+D+i que no tienen nada detrás, excepto dinero público, o como nos hemos olvidado de los lenguajes de programación quienes en su día fuimos advertidos de que sin ellos nunca podríamos manejar un ordenador.
La naturaleza humana tiene una tendencia invariable hacia la sencillez, porque la economía mental hace que sólo sobreviva aquello que resulta práctico. Cuando los teóricos de la Bolsa y los de las nuevas tecnologías recomendaron hacer un mercado de valores distinto para las compañías vinculadas a Internet llegaron a convencernos de que no podían continuar mezcladas con los valores tradicionales, porque era como juntar galgos y tortugas en la misma carrera. El mismo argumento hubiese servido un siglo y medio antes para hacer una bolsa específica con las entonces recién nacidas compañías de ferrocarriles y antes aún con las siderúrgicas o con las hidroeléctricas.
Los teóricos nos iban descubriendo este nuevo mundo donde las normas del sentido común eran distintas, ya que podían justificar con toda normalidad que Terra cotizase a 200 veces los beneficios esperados cinco años después, porque seguía en pérdidas. Incluso analistas de tanta experiencia como Blas Calzada, luego presidente de CNMV y Defensor del Inversor, achacaba en Santander las dudas de algunos escépticos ante tal situación a la escasa formación del inversor español frente a los de otros países, como los norteamericanos, que ya estaba acostumbrados a calcular en función de rendimientos futuros. Era un mal síntoma que los economistas, en teoría los más racionalistas, empezasen a aceptar el criterio religioso de creer –lo que la empresa quiera contarnos y ya sabemos que el papel lo aguanta todo– en sustitución del prosaico y al parecer anticuado ver –cuál es realmente su situación–. Tres meses después de las tranquilizadoras palabras de Calzada en Santander las tecnológicas, y la Bolsa en general, se dieron un batacazo histórico.
Este mes de noviembre se ha decidido dar el carpetazo al Nuevo Mercado español que desde entonces, a poco de nacer, vivía maltrecho. Antes habían desaparecido el de París, el de Milán o el de Frankfort. Su muerte por consunción apenas ha merecido una reseña en los periódicos, porque, como los partidos de fútbol que se pierden o las operaciones de bolsa que salen mal, hay una tentación entendible a olvidarlos cuanto antes y hablar de ello lo menos posible. Así nadie tendrá que recordar los errores, ni preguntarse por qué la Vieja Economía ha conseguido recuperarse y establecer nuevos máximos históricos y los valores que formaban el Nuevo Mercado siguen bajo mínimos, con una caída del 66% desde su creación.
Ha pasado lo que tenía que pasar. Todos otra vez juntos, porque ni hay nuevas ni viejas economías, hay actividades distintas pero todas ellas están sometidas a las misma lógica de la economía tradicional. O dan beneficio o no son negocio, lo cual no quiere decir que las perspectivas de cada una de ellas sea distinta. Pero sólo eso.