Las rivalidades económicas de Europa y la I Guerra Mundial
Si a alguien le interesa comprender el punto de vista británico sobre la vida le vamos a dar alguna pista: hay un refrán inglés que dice “solo hay que pasar los puentes cuando se llega a ellos”.
Es superfluo pensar en hacer previsiones demasiado lejos, lo mismo que establecer lazos permanentes y cuantos menos compromisos por escrito, mejor. Esto era más o menos lo que pasaba a mitad del siglo XIX en Gran Bretaña cuando ocupaba un sitio preponderante en la economía mundial y así seguía la cosa más o menos el 28 de junio de 1914 cuando el archiduque heredero de Austria-Hungría, Francisco Fernando, fue asesinado en Sarajevo, lo que supuso el último peldaño para el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial.
Empezaba aquí una nueva etapa en la historia del mundo que iba a marcar el inicio de la decadencia de Europa. Naturalmente, esto no fue más que el episodio final de toda una serie de hechos que se fueron acumulando hasta llegar a ese resultado y dentro de los cuales los intereses mercantiles tuvieron una importancia decisiva.
¿Eran conscientes los medios económicos de lo que se había desatado en Sarajevo? Por las reacciones del momento en la City de Londres –uno de los ejes que por entonces hacía girar el mundo–, no excesivamente y las opiniones de los banqueros eran bastante limitadas. Únicamente temían una desorganización financiera peligrosa para sus negocios, y punto.
La contienda sólo puede explicarse teniendo en cuenta las rivalidades económicas previas. En aquellos comienzos de siglo, el notable impulso de los intercambios de mercancías y la circulación de capitales creaba más motivos de discordia que de acercamiento, de tal manera que el supuesto valor del comercio para la confraternización humana quedaba muy en entredicho. La explicación no es sencilla, pero puede que se encuentre en las ideas del momento que daban preponderancia a la independencia económica de los estados sobre cualquier otra. La economía se entiende ahora como un proceso cooperativo del que todo el mundo puede sacar provecho, pero entonces se daba por supuesto que, por intereses estratégicos de una nación, no era bueno beneficiar a otra, ni siquiera para sacar provecho uno mismo.
Dos países europeos disputaban una lucha soterrada por la hegemonía y eran Gran Bretaña y Alemania. El primero porque ya ocupaba el liderazgo y el segundo porque ambicionaba ese puesto. Curiosamente, ambos se necesitaban y eran sus mejores clientes entre sí, pues en 1913 algo más del 14% de las exportaciones alemanas iba a Gran Bretaña, mientras que Alemania recibía el 8% de las inglesas.
La situación geográfica de Alemania, en el centro del continente, se ha considerado una causa importante de su éxito, pero también lo era la tenacidad de sus comerciantes y una mayor flexibilidad de los créditos bancarios, que se traducía en unos plazos más largos de pago que en otros países.
En Gran Bretaña, por el contrario, las cosas no iban bien. El arranque del siglo había creado la conciencia de haber perdido la supremacía industrial. El exportador ya no podía imponer sus precios como ocurría algunas décadas antes y el país se veía obligado a vender cada vez más al exterior para mantener el mismo nivel de importaciones. Sin embargo, el partido liberal, entonces en el gobierno, no pudo renunciar al régimen de librecambio, que los ingleses asociaban a la prosperidad de los últimos 50 años.
La City
Los dos grandes mercados financieros europeos estaban en Londres y en París, aunque con distintas características.
Londres gozaba desde hacía tiempo de una situación excepcional en los intercambios internacionales de mercancías; su flota mercante había convertido la ciudad en el punto de distribución de los productos que se movían por gran parte de Europa.
La estabilidad de la moneda era el otro aliado perfecto, ya que inspiraba confianza en todas partes del mundo y eso facilitó que allí se establecieron los principales mercados de materias primas y metales preciosos. Además, se podían conseguir contratos de seguros muy ventajosos y la organización técnica y financiera de la City no tenía par: los cinco grandes establecimientos de crédito, en particular al Midland Bank y el Lloyd, tenían un poder sin igual, con una especialización de actividades que les permitía, entre otras cosas, poseer una notable red internacional de información, quizá porque esa era la mejor manera de proteger sus negocios. En 1914 las inversiones inglesas en el exterior estaban valoradas en cuatro mil millones de libras.
En París, por el contrario, destacaba más el ahorro, que por entonces se consideraba un rasgo distintivo del espíritu francés, y las inversiones en el extranjero representaban la mitad que en Gran Bretaña. Los bancos franceses de depósito o los de negocio, que orientaban las colocaciones de su clientela, tenían un punto de vista muy diferente al de sus colegas ingleses y cuando optaban por el exterior, su destino preferido era Europa y, en especial, Rusia. Además, la mitad de las inversiones iban a parar a los empréstitos emitidos por los gobiernos, sin arriesgarse en inversiones fabriles.
En Alemania, por su parte, ni se imitaba el modelo inglés, ni el francés. Los capitales que salían al exterior eran mínimos, ya que el país consumía esos recursos en un espectacular desarrollo industrial interno.
Todos estos movimientos de capitales en el exterior multiplicaron los intereses de los principales países europeos en zonas del mundo poco estables, y los roces entre entre ellos fueron continuos. En los primeros meses de 1914, los flujos internacionales de capitales y empréstitos dieron ocasión a muy ásperos debates, como la controversia sobre los ferrocarriles de Serbia, que seguía en pie en el momento del atentado de Sarajevo.
Pero lo que fríamente podía entenderse como un juego de palé entre grandes financieros, acabó por inflamar el nacionalismo popular. Las clases más humildes, que poco tenían que ver en estas disputas, acabaron contagiadas por ellas, tras ser convencidas de que se estaban jugando los intereses nacionales. Así, lo que había comenzado como una competencia de alto nivel para la conquista de nuevos mercados o de reservas de materias primas y para el control de las vías de comunicación, pasó casi inconscientemente a convertirse en una imparable pugna política entre naciones.
No es difícil entender que la ciudadanía convirtiese en una causa nacional la defensa de los intereses de una élite económica, en una época en la que estos intereses eran fácilmente asociables con el engrandecimiento geográfico del país, puesto que empujaban a la expansión hacia nuevos territorios. Y no es difícil, tampoco, comprender que esta carrera colonial por ocupar el mayor número posible de espacios y por el control de las materias primas suscitase envidias entre los pueblos y rivalidades entre los estados.
La competencia tiñó todas las relaciones políticas y dio lugar a un gran desarrollo en el potencial de guerra de los estados coloniales, sobre todo en Alemania e Inglaterra que no contribuyó a rebajar las desconfianzas y los rencores.
Alemania reclamaba un sitio en el concierto internacional, en parte por las necesidades económicas derivadas de su mismo desarrollo y Jules Cambon reflexionaba ya en 1913: “Al querer tapar todas las salidas de una caldera ¿no corremos el riesgo de hacerla estallar?”.
Y estalló. Con motivos o sin ellos, cualquier chispa podía desencadenar un conflicto, porque los ánimos estaban lo suficientemente caldeados para ello. Surgió en los Balcanes, pero la mecha podía haber prendido en cualquier otro lugar. El mundo iba a resolver sobre los campos de batalla el reparto de los terrenos de juego económicos.