LECTURAS DE VERANO

Esta historia sucedió hace muchos años en un lugar llamado Novastoshnah en la isla de Saint Paul, metiéndose muy adentro en el Mar de Bering, donde a nadie se le ha perdido nada a no ser que tenga algún asunto que resolver por allí y sólo las focas tienen alguno. Durante los meses de verano llegan por cientos y cientos de miles desde mares más fríos, ya que la playa de Novastoshnah ofrece el mejor alojamiento para focas de todo el mundo.
Sea Catch era un macho de quince años, con afilados dientes y una melena que casi le alcanzaba los hombros. Desde cualquier parte en que pudiera encontrarse, cada primavera nadaba derecho como un torpedo hacia Novastoshnah. Allí sabía que le esperaba un mes de luchas con otras focas para conseguir un buen sitio en las rocas, tan cerca de la orilla como fuera posible.
Producto de esas salvajes peleas, Sea Catch estaba lleno de heridas, de arriba a abajo y de abajo arriba, pero siempre parecía dispuesto para otra más. Con una excepción: nunca persiguió a un rival derrotado, ya que eso iba en contra de las Normas de la Playa. Lo único que quería era un sitio al borde del mar, un deseo sencillo si no fuese porque otras cuarenta o cincuenta mil focas pretendían otro tanto y cada primavera iniciaban las mismas guerras para conseguirlo, de manera que los silbidos, bramidos, rugidos y resoplidos en la playa eran algo espantoso. Desde Mutchinson’s Hill se podían ver tres kilómetros y medio de ensenada cubierta de focas en combate y las rompientes estaban llenas de puntos que no eran sino las cabezas de focas que corrían hacia la arena mojada para tomar parte en la batalla. Se peleaban en las rompientes, se peleaban en el arena y se peleaban sobre las suaves y gastadas rocas donde pensaban dar acomodo a los niños, tan estúpidos y poco acomodaticios como los humanos.
Las mujeres nunca llegaban a la isla hasta finales de mayo o primeros de junio, cuando se habían sosegado los ánimos, y las focas jóvenes, que aún no tenían necesidad de buscar piso en verano, se iban medio kilómetro tierra adentro a través de las filas de luchadores y allí jugaban sobre las dunas en manadas, al tiempo que hacían desaparecer cualquier cosa verde que creciera por pequeña que fuera. Les llamaban “los solteros” y quizá habría doscientos o trescientos mil sólo en Novastoshnah.
Acababa Sea Catch su pelea número cuarenta y cinco de aquella temporada cuando su suave, lustrosa y encantadora esposa Matkah llegó procedente del mar. Con no demasiada gentileza la agarró por el cuello y la depositó en el lugar que había reservado mientras le decía gruñendo “Llegas tarde como siempre, ¿dónde has estado?” Como Sea Catch no acostumbraba a comer nada durante los cuatro meses de la temporada de playa, su humor solía ser malo y Matkah lo sabía, así que prefirió no contestarle. Miró alrededor y dijo con voz arrulladora “¡Qué considerado de tu parte! Has cogido el mismo sitio de todos los años”.
“Creí que debía hacerlo” respondió Sea Catch, “Mírame”. Estaba lleno de heridas, con un ojo casi fuera, y sangraba por veinte sitios a la vez.
“¡Hombres, hombres!”, dijo Matkah mientras se abanicaba con una aleta trasera. “¿Por qué no serán más sensatos y disputarán los sitios tranquilamente? Parece que te has estado peleando con la ballena asesina”.
“No he hecho otra cosa que engarrarme desde mediados de mayo. Por desgracia la playa está este año hasta arriba. Me he encontrado por lo menos cien focas de Lukhanon buscando sitio. ¿Por qué la gente no se quedará en su casa?”.
“A menudo he pensado que seríamos mucho más felices si fuéramos a Otter Island a veranear en vez de a este lugar tan abarrotado”, dijo Matkah.
“Bah, sólo los solteros van a Otter Island. Si fuéramos allí dirían que tenemos miedo. Hemos de guardar las apariencias, cariño”, respondió Sea Catch.
Ahora que todas las focas y sus mujeres estaban en la isla, el clamor se podía oir kilómetros mar adentro por encima de la más ensordecedora galerna. Contando por lo bajo habría cerca de un millón de focas en la playa: focas viejas, mamá-focas, pequeños bebés de foca y los solteros luchando, riñendo y jugando todos a la vez; metiéndose en el agua y volviendo a salir en manadas, tumbados sobre cada centímetro de terreno tan lejos como el ojo alcanza a ver.
Y en medio de semejante follón nació Kotick, el bebé de Matkah, que era todo cabeza y hombros, con los ojos azul pálido y acuosos, como son todos los bebés-foca. Pero tenía algo en su pelaje que hizo que su madre le mirara atentamente.
“Sea Catch –dijo por fin– nuestro bebé va a ser blanco”
“Cáscaras de almeja vacías y algas marinas resecas!”, bufó Sea Catch, “nunca se ha visto semejante cosa en el mundo. Una foca blanca”.
“No puedo remediarlo”, respondió Matkah. “Si nunca se ha visto, va a ser ahora”.
Y le cantó en voz baja la canción que todas las madres foca cantan a sus bebés, de la que, por supuesto, el pequeño recién llegado no se enteró absolutamente de nada.

[Kipling publicó hace 107 años esta alegoría de lo que podían llegar a ser los veraneos masivos. Un siglo después sabemos que no se equivocó demasiado.]
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