La Fundación Botín amplía su radio de acción

En poco más de un año, la Fundación Botín habrá completado un significativo cambio de cara. Comenzó hace unos meses con la apertura de una sede en la calle Castelló de Madrid, para ampliar su campo de actuación y ganar notoriedad, y concluirá dentro de un año con el traslado de su sala de exposiciones de Santander desde el viejo inmueble de la calle Martillo, que comparte con una comunidad de vecinos, al edificio de Renzo Piano, que se contruye en el Muelle de Albareda.
La Fundación privada más poderosa de España, gracias a los dividendos que le producen los 93 millones de acciones que posee del Banco Santander, quizá no haya alcanzado nunca la proyección pública que se corresponde con su volumen de gasto, ni con la calidad de sus proyectos y de sus actividades. Exposiciones como la del Arte Ife, originario de la antigua Nigeria, que al exhibirla el Museo Británico fue considerada por un periódico tan prestigioso como The Times como una de las diez mejores de la década, se vieron antes en Santander, donde no captaron multitudes. Quizá faltaba un contenedor adecuado y al edificio de Sanz de Sautuola, compartido con varias viviendas, le falta glamour para atraer a públicos más numerosos.
Algo parecido ocurre con el programa de educación que puso en práctica en varios colegios de Cantabria en colaboración con el anterior Gobierno, probablemente el intento más ambicioso que se ha realizado para dar un vuelco a la formación, con la aplicación de conceptos de inteligencia emocional que, ahora que se han podido realizar las primeras valoraciones, han demostrado que no solo mejoran sensiblemente las notas de los chicos sino también sus habilidades sociales y actitudes.
Para que algo sea notorio en España ha de ocurrir en Madrid y ni siquiera la globalización ha cambiado este axioma. Así lo debió entender la Fundación Botín cuando decidió que, con independencia de la construcción del edificio de Renzo Piano en Santander, su futuro mascarón de proa, debía tener una sede en Madrid y extender a aquella comunidad los programas educativos que lleva años experimentando en Cantabria.
Su presencia física en la capital se sustanció el año pasado con la apertura de una sede en la calle Castelló, en pleno Barrio de Salamanca. La Fundación aprovechó un enorme local comercial que acababa de abandonar la firma Vinçon, dedicada a la venta de objetos decorativos. Una nave construida en 1920 en el interior de un patio, que en su origen fue una fábrica de platería de la familia Espuñes y que, a pesar de encontrarse en tan recóndito emplazamiento, disponía de una central eléctrica propia.
La nave es de ladrillo macizo y sobrevivió a las viviendas que la encerraban, que fueron sustituidas por otras. Allí ha permanecido escondida como una curiosa reliquia de un pasado en el que la trama urbana tenía usos mucho más variados que la simple mezcla de viviendas y comercios o bares.
La Fundación creada por Marcelino Botín y su mujer, Carmen Yllera, en 1964, compró el viejo pabellón industrial madrileño a finales de 2011, después de analizar otros posibles emplazamientos más convencionales. Y a pesar de que nada de lo que hay ahora recuerda a la tienda que le ha precedido, la reforma no resultó demasiado cara, algo más de millón de euros.
Se encargaron de ello los arquitectos Diego Varela y Emilio Medina, que le devolvieron el carácter de recinto fabril y resolvieron brillantemente el acceso a la calle Castelló, un callejón que debía alcanzar la dignidad suficiente para no hacer desmerecer el conjunto. Tampoco hubiese sido entendible esa tacha en una entidad dedicada a promover el talento creativo.
Del edificio desaparecieron las escaleras mecánicas que instaló la tienda y todo cuanto no fuese la envolvente de ladrillo y la estructura metálica de la cubierta. Del espacio oscuro que buscaba la anterior reforma para resaltar los objetos expuestos a la venta, se ha pasado a la luminosidad, la continuidad y lo diáfano.
En la planta superior, donde están los diez trabajadores que tiene la Fundación en Madrid, no siquiera hay un techado convencional. El espacio llega hasta las cristaleras que culminan la techumbre, una gran banda de lucernarios que ni siquiera está velada con cortinas, de forma que los vecinos de los edificios colindantes, cual Diablo Cojuelo, tienen una visión cenital y permanente de cuanto ocurre en esas oficinas.
En esa planta hay un solo espacio definido, el cubo de cristal, levemente ahumado, que ocupa el despacho del director de la Fundación, Íñigo Sáenz de Miera.
En la planta inferior, repartida en dos bloques distintos, se encuentra una zona de trabajo y otra de actos, con un atrio que, gracias al desplazamiento de unos tabiques móviles de madera se suma a una amplia sala. en la que quedan integrados con gracia los cuatro árboles del patio, que a su vez gozan de un pozo de luz propio. Se ha conseguido gracias a un hueco recortado en la planta superior, revestido de maderas, a través del cual se llena de luz natural el atrio de la inferior.
El resultado es un edificio inesperado y sugerente en el corazón de Madrid que completa la sede principal, de la calle Pedrueca de Santander, el palacete del Promontorio –que fuera residencia de Emilio Botín Sanz de Sautuola–, Villa Iris y, dentro de un año, el edificio que Renzo Piano construye en los muelles de Santander. En este último, además de las exposiciones, se ofrecerán actividades diarias para tratar de convertirse en un referente permanente de la cultura y no solo en un lugar de visita esporádica. Un nuevo símbolo para la Fundación que conmemorará con él su medio siglo de existencia.

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