¿Quién les frenará?
Póngase en su lugar y trátele como le gustaría ser tratado a usted

Nos pasamos muchos años criticando la soberbia de los norteamericanos al rechazar sin contemplaciones a los espaldas mojadas mexicanos que pretendían alcanzar su paraíso. Consideramos una carnicería histórica las decenas de muertos que se produjeron al intentar atravesar el Muro de Berlín. Sin embargo, nosotros mismos somos insensibles ante los centenares de muertes que se han producido en el Estrecho tratando de arribar a las costas españolas. El que algunos días hayan llegado a morir más de una veintena de inmigrantes o el que en una noche tratasen de desembarcar nada menos que 445 (la famosa invasión musulmana de la Península se hizo con 7000) nos resulta tan incómoda de digerir que, simplemente, nos olvidamos de ella.
¿Pero alguien cree que realmente tiene solución por la vía de poner más vallas o más barreras legales? Cuando la gente que padece la guerra civil y la miseria de Sierra Leona ve por la televisión que existe un mundo de lujo y tranquilidad al otro lado del Estrecho, no sólo es imposible evitar que tome la decisión de marcharse, sino que además es irracional. Lo racional es irse. Incluso la lógica económica de nuestro sistema de vida está asentado en este principio, de forma que los mercados funcionan eficientemente cuando la mano de obra se desplaza allí donde hay más oferta o mejores condiciones.
El problema es que hemos creado una lógica sólo para nosotros, ante el temor de que si se ampliase a cuantos desean entrar en el mismo sistema, el reparto supusiese una merma general de las condiciones. Una convicción y que no se basa en una constatación, puesto que, por el momento, aquellos países que más mano de obra foránea han importado son, también, los que tienen economías más boyantes.
Después de que la caída del comunismo haya dejado a la economía de mercado sin rival teórico, no estaría de más avanzar en su desarrollo y análisis para adentrarse en los nuevos escenarios que produce la globalización. Con una formulación tan mecánica como la del mercado, en donde casi todo queda resuelto en función del punto donde se crucen oferta y demanda, cabe caer en la pereza mental, lo que probablemente está ocurriendo. Si queremos que el modelo sea perfectamente consistente, no cabe entender por qué se deben suprimir todo tipo de barreras al libre movimiento de mercancías pero no al de los trabajadores. Por qué nadie se atreve a asumir ese riesgo si la mano invisible del mercado se encargará, supuestamente, de ponerlo todo en su sitio. Lo contradictorio no es que se impida la entrada de nuevos trabajadores por el simple hecho de proceder de países menos avanzados, lo más sorprendente es la ausencia de respuestas doctrinales a esta invasión pacífica. Están por formular las teorías que permitan conocer, con cierta exactitud, cómo se comportaría nuestro modelo de economía de mercado si se abriese la puerta a una avalancha de trabajadores que, a su vez, no lo olvidemos, serían también nuevos consumidores.
Esos son los retos prácticos que hay que resolver porque forman parte de una globalidad que no sólo es imparable, sino que hemos aceptado como un signo de modernidad y de progreso. Y resultaría de una imprevisión supina que descubriésemos ahora que nuestro concepto de globalidad se refiere únicamente a EE UU, Canadá, Europa y las economías pujantes de Extremo Oriente.
Globalidad es todo, para lo bueno y para lo malo y quienes están al otro lado del Estrecho están dispuestos a perder su vida con tal de entrar en el reparto. ¿Cuánto tiempo resistirán las verjas y las leyes excluyentes frente a semejante avalancha? El imperio romano consiguió contener a los pueblos germánicos a la puerta durante varios siglos antes de que estallasen las fronteras, pero entonces los que querían entrar no veían la televisión y no tenían un conciencia exacta de lo bien que se vivía en Roma. Ahora que lo saben perfectamente ¿quién les va a frenar?

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