Reinosa, lo que pudo haber sido… (1)

Por José Manuel Gutiérrez Ibáñez

Desde antiguo, las comarcas de Campoo estuvieron sumidas en un aislamiento comercial, a pesar de lo cual lograron participar en los mercados nacionales y de ultramar. Pero muchos de los esfuerzos resultaron baldíos como consecuencia de su alejamiento de los centros de consumo y la deficiencia de las carreteras de acceso.
En 1871 había en la comarca tres fábricas de vidrio, gracias a la iniciativa de un campurriano: La Luisiana, La Cantábrica y Santa Clara. Pues bien, las tres fracasaron por no poder competir, debido, principalmente, a los elevados costes que representaba el transporte.
En 1883, el marqués de Valbuena instaló la fábrica de cervezas La Reinosana. Tenía una razón poderosa para hacerlo allí: el ahorro en hielo y la proximidad de las plantas de vidrio que le proporcionaban los envases. En siete meses logró vender cerca de 50.000 botellas, pero el propio marqués reconoció haberse equivocado en sus cálculos de rentabilidad, al subestimar los portes y el tiempo invertido en llevar el producto hasta Santander, donde se concentraba su demanda. Un año más tarde, cerró la fábrica de Reinosa y se instaló en Cajo.
Los estudios que por entonces se hicieron sobre las tarifas que aplicaba el ferrocarril coincidían en lo elevado de las mismas y sugerían mucha prudencia a los fabricantes antes de optar por Campoo.
La Reinosana no es un caso aislado. Los mismos problemas afectaron a otras empresas, tanto familiares como grandes sociedades. El caso más representativo entre estas últimas puede ser el de La Naval de Reinosa, que se creó en 1918. Se trataba de una de las iniciativas industriales más ambiciosas de la provincia, planteada con unas directrices claras en sus producciones: barras de acero laminadas, forjados comerciales y piezas forjadas y fundidas para la industria militar. Todo ello, con algunos complementos de calderería pesada y bienes de equipo.
A principios de los años veinte, La Naval trató de incorporar la fabricación de locomotoras a vapor de pequeño formato, a partir de un diseño inglés. Aquel proyecto, que le iba a representar una facturación similar a la que obtenía con los cañones que venía produciendo, fue desestimado por la fuerte presión que la competencia ejerció sobre un Gobierno más preocupado por la estabilidad política que por ordenar sus sectores productivos. Nada debía distraer la fábrica de su ocupación principal, el armamento, que representaba una necesidad nacional, así que el proyecto para hacer las pequeñas máquinas de vapor quedó a entera disposición de la Sociedad Española Babcock & Wilcox, una empresa de capital extranjero inaugurada en las mismas fechas.
De la locomotora llegó a hacerse un prototipo, la EST, que no llegó a montarse en su totalidad y pasó directamente al olvido. Reinosa perdió así la oportunidad de contar con un producto de gran magnitud y rentabilidad.
En plena Guerra Civil hubo una segunda oportunidad de ampliación. Se trataba de fabricar, casi en su totalidad, la locomotora eléctrica tipo IC-c1. Pero el proyecto también le fue arrebatado, esta vez por la Compañía Euskalduna y la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles, cuando La Naval ya se había preparado para llevarlo a cabo con la absorción de la Constructora Nacional de Maquinaria Eléctrica de Reinosa. Alejandro Calonje era miembro del consejo de administración de ambas, y La Naval poseía el 21% de las acciones participativas de Cenemesa.

Productos españoles obligatorios

La Ley de Protección a la Industria Nacional de 1907 dejaba clara una laguna: no existía modo oficial alguno que permitiese conocer cuáles eran los productos que obligaba a adquirir a empresas nacionales. Por tanto, los teóricos compradores se abastecían fuera y eso perjudicaba a todos los sectores empresariales. En nuestro caso concreto, a varias empresas de la zona, como La Naval, Cenemesa, Arenas de Arija o Cementos Alfa. De manera que el BOE del 8 de noviembre de 1937, en plena Guerra Civil, viene a determinar de forma imperativa qué productos deben comprarse obligatoriamente en empresas españolas –entre ellas, las citadas– y especifica las sanciones por el incumplimiento.
En parte a consecuencia de ello, al finalizar la Guerra Civil, las compañías beneficiarias experimentan un importante crecimiento económico. Pero la verdad es que no todo era tan sencillo, puesto que en el caso de muchos productos siderometalúrgicos la demanda era superior a las producciones nacionales como consecuencia de los problemas de abastecimiento de materia prima y, por ejemplo, las necesidades de chapa de latón eran tales, que obligaban a los pequeños talleres a comprar en las escuelas de la comarca las latas vacías del queso que nos mandaban los americanos.
El final de los años 60 coincide en el tiempo con la ejecución del denominado Plan de Acción Concertada, que el Gobierno de Franco impulsa en todos los sectores productivos de la nación. Son los momentos de gloria del Instituto Nacional de Industria, que secunda el prometedor movimiento de las grandes siderúrgicas que se implantaban en Europa. El plan para el sector supone cerca de once mil millones de pesetas en inversiones, de las que aproximadamente el 35% iban destinados a Reinosa.
Comenzaba una fuerte expansión económica en las comarcas campurrianas, ya que la intensidad de la inversión era inevitable que tuviese reflejo en el desarrollo de toda la zona y en todos los sectores productivos.
Empezaron a llegar las nuevas máquinas-herramienta importadas, principalmente, de Alemania y de los países del Este: tornos, mandrinadoras, prensas de forja… Se instaló un tren Blooming. En fin, una ampliación de todos los talleres y líneas de producción que enseguida se tradujo en empleo (la plantilla superaría en 1970 los 2.200 trabajadores) y en una mayor cualificación del personal, al tratarse de equipos modernos con mayores exigencias de calidades en los productos. Todo ello conllevaría estabilidad y un alto nivel económico en la comarca, ya que también se hacía necesaria la implantación de nuevos talleres auxiliares que, por su carácter complementario, quedaron en manos de empresarios privados. Talleres que fueron proliferando por los alrededores de Reinosa, Matamorosa y Requejo.

Formación profesional

Pronto se precisaría de una formación específica para los trabajadores de estas pequeñas empresas, para lo que se inició la construcción de un centro de formación profesional, que bien merece un capítulo aparte por las vicisitudes que padeció. Sin presupuesto para su construcción, el tesón de sus promotores, organizados en forma de patronato, les llevó a vender participaciones, como hacen los muchachos para costearse el viaje de estudios. Como aquello no acababa de llegar a buen fin y el libro blanco de la formación profesional, que luego regularía la financiación de estas enseñanzas, estaba aún en pañales, no existía modo de acometer la obra, por falta de recursos.
En septiembre de 1967, una comisión de entusiastas, con algunas pequeñas aportaciones de particulares y la colaboración de La Naval, pudo adquirir algunas máquinas-herramienta, consiguió la donación de otras e instaló todo ello en un local cedido en la huerta del Colegio San José. Algunos jóvenes que no tenían plaza en las Escuelas de Aprendices de La Naval o de Cenemesa, pudieron recibir así este tipo de enseñanzas, lo que hoy llamaríamos talleres de garantía social. Pocos años más tarde, a comienzos de 1972, salvando incontables recursos, apareció el Decreto de Formación Profesional y se construyó el Centro de F.P. en Reinosa.
En los primeros días de julio de 1970, cuando La Naval había pasado a denominarse Astilleros Españoles de Reinosa, quedó listo para ser inaugurado el nuevo horno eléctrico de 70 Tm. con el que se pensaba elevar la producción a 170.000 Tm al año.
Alvaro G. de Aledo, director de la empresa, que había puesto toda su dedicación y empeño en conseguir este impulso técnico y económico para la comarca, fue nombrado subdirector de Equipos Terrestres de la sociedad y asumió la vacante José María de Escondrillas. De común acuerdo, ambos decidieron invitar a la inauguración de esta primera fase de la ampliación de La Naval a los responsables estatales de obras públicas, porque eran conscientes de que algo no iba bien. Unas macroinstalaciones de esta naturaleza generarían unas producciones que las carreteras existentes no podrían absorber.
Se trataba de garantizar la segunda fase, la más importante, que ya estaba comprometida y con la maquinaria en construcción. La fábrica necesitaba conseguir urgentemente un compromiso para acondicionar, al menos, algunos tramos de las carreteras Reinosa-Bilbao y Reinosa-Santander, obras que, en realidad, ya habían sido prometidas anteriormente.
La segunda fase de esta macroinversión consistía en la puesta en marcha de una nueva acería, con un tren laminador de chapa gruesa, en los terrenos colindantes con la empresa que hoy forman parte del Polígono de la Vega. Ni mucho menos eran fantasías, puesto que ya se habían invertido cerca de 2.000 millones de pesetas.

La odisea de llegar a Reinosa

Los componentes adquiridos para la ampliación estaban llegando a la planta de Reinosa. El transformador del horno pesaba 90 Tm y para llevarlo hubo que reforzar tres tramos del Puerto del Escudo. El paso de algunas piezas por la Curva de los Italianos fue toda una odisea, hasta el punto de tardarse nueve horas en recorrer los escasos cien metros. Y no había alternativas. Ninguna otra de las carreteras era utilizable, debido a la altura de los puentes, a su incapacidad para soportar los pesos o a las anchuras insuficientes.
El acceso de las máquinas sólo era la primera parte del problema. Había que tener en cuenta que, una vez entrase en funcionamiento la nueva acería, el tren de laminar iba a fabricar chapa de cuatro metros de anchura y longitudes de entre ocho y doce metros, las que necesitaban los grandes petroleros, cuya construcción estaba en pleno auge por entonces. Y esas chapas, con esas grandes dimensiones, tendrían que bajar todos los días a Santander o a Bilbao.
El director expuso en el ministerio de Obras Públicas la imperiosa necesidad de ampliar la carretera, para lo que encontró la colaboración del presidente de la Diputación de Santander, Pedro Escalante. Pero el Gobierno había concentrado todos sus esfuerzos económicos en los Planes de Desarrollo y en las fuertes inversiones que se realizaban en el País Vasco (Superpuerto) y en Asturias, y las comunicaciones de la provincia no parecían estar entre las prioridades inmediatas.
Cortes diarios de carreteras

La nueva acería debía producir 150.000 Tm al año, por lo que, junto con las demás líneas de fabricación, diariamente saldrían de la fábrica unos 53 camiones. Entre nueve y once de ellos, al menos, requerirían un transporte especial (por tener más de 2,5 m. de ancho) ya que las chapas fabricadas eran de cuatro metros de anchura. Y teniendo en cuenta que el ancho de la carretera en un 60% del recorrido no llegaba a los 5,5 m. de media ponderada, en el tramo Reinosa-Los Corrales habría que cortar la circulación todos los días, de forma intermitente, para dar paso a estos transportes.
La carretera de Reinosa-Corconte tampoco permitía resolver el problema. Incluso llegaron a estudiarse unos dispositivos especiales para girar las chapas según las necesidades de ancho de la carretera o de altura, ya que también había que salvar los puentes de Cañeda, Bárcena y Las Caldas, pero fue desestimado por elevar en exceso el precio del transporte.
Hubo incontables reuniones para agotar todas las posibilidades: se pensó en mejorar tramos muy concretos de la carretera, en la utilización del ferrocarril… Pero no hubo manera de coordinar los esfuerzos entre ministerios. Todo fue en vano y, mientras pasaba el tiempo en busca de soluciones, las voluminosas piezas de la acería seguían llegando a la fábrica con todos los inconvenientes del transporte.

Traslado a Avilés

En febrero de 1973, el Instituto Nacional de Industria recibió el nuevo estudio que había encargado sobre la viabilidad de este proyecto, del que se desprendía que no era posible llevarlo a la práctica en Reinosa, si no se salvaba, entre otras contingencias de índole presupuestario, la del transporte. El estudio proponía trasladar la iniciativa a la factoría de Ensidesa-Avilés, donde no había problemas de carretera y existía un puerto marítimo en la misma fábrica, además de menores costes de estructura. En 1975 quedó definitivamente zanjado el asunto: Reinosa perdía el proyecto.
Los 2.500 millones gastados hasta entonces no servían de nada; los cerca de 650 puestos de trabajo que iba a crear la acería se esfumaban y sólo quedaba el desconsuelo de quienes se habían empeñado en hacerlo realidad.
Mientras tanto, los proveedores seguían enviando equipamiento. No había marcha atrás sobre los pedidos en curso, puesto que parte de ellos estaba sujeto a créditos documentarios irrevocables y confirmados, de modo que la maquinaria se amontonaba sin desembalar en la campa de la fábrica. Otra, la más dificultosa de transportar, permanecía en unas naves que se habían alquilado cerca de Gajano.
Los castilletes (soportes de los cilindros laminadores) llegaron por mar a Equipos Nucleares de Maliaño, donde se les iba a rebajar el peso en cerca de 28 Tm antes de seguir viaje. Pero nunca llegaron a Reinosa. Fueron directamente a Ensidesa. En los años siguientes, el equipamiento que ya estaba en la fábrica fue aprovechándose o se vendió en la medida y precio que se pudo, a empresas de la competencia, entre ellas, a la propia Ensidesa.
De aquella experiencia quedó un sabor agridulce. Al menos, una parte importante de las instalaciones de la empresa fueron renovadas, sin lo cual, su continuidad no hubiera sido posible, dada la obsolescencia de lo existente y la necesidad de incorporar tecnologías competitivas para las nuevas fabricaciones que demandaba el mercado.
Llegada la democracia, se reconstruyeron algunos tramos de las carreteras de la comarca, especialmente el de las Hoces de Bárcena, pero las comunicaciones de Campoo siguieron siendo insuficientes. Era muy improbable que se volviese a presentar una oportunidad como la que se había perdido.

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