Los hitos de la historia económica de España (4)
Si, según Eugenio D´Ors, el Barroco es en sí mismo una categoría, habría que convenir que también hubo una economía barroca en España a principios del siglo XVII. Y semejante consideración invita a pensar que debió ser lo menos parecida a la sencillez que uno se pueda imaginar, ya que la idea de la simplicidad no cabía en la mentalidad de un español de la época.
La hiperbólica España se vio atacada por un nuevo fenómeno inflacionista y nadie tuvo la mesura ni la ponderación suficientes para ponerse a pensar en cómo arreglarlo. Seguía presente ese sentido del honor, tan propio del siglo anterior y del siguiente, que impedía mezclarse con las cuestiones del dinero.
La Corte había vuelto a Madrid tras unos años de jolgorios en Valladolid, sin que se sepa a ciencia cierta a qué vino aquella decisión de trasladarse a la capital castellana ni qué había que celebrar con tanto entusiasmo. A la llegada a Madrid quedó claro que la fiesta había terminado. El Estado tenía un descubierto de más de doce millones de ducados, para el que no encontró otro remedio que el viejo recurso de Felipe II, acudir a los juros, las emisiones de deuda pública. Pero ni siquiera este endeudamiento sirvió de mucho porque en 1611 se produjo una nueva bancarrota, que puso las cosas todavía peor.
Que la Corte pecase de manirrota no era nuevo, pero en este caso resultaba más difícil de justificar. En los años anteriores, la nación estaba obligada a mantener las costosas batallas de Carlos y Felipe, y aunque el gasto no fuese productivo, era evidente. Ahora, en cambio, no había guerras, por lo que sólo se puede pensar en una mala administración. Como en estas situaciones hay que buscar un culpable, fue despedido sin contemplaciones el valido del valido del Rey, y asunto zanjado.
No seríamos justos si le echáramos toda la culpa del problema económico nacional a ese fenómeno tan conocido e intemporal de la corrupción. Algunos autores hablan de un cambio de coyuntura. La marcha descendente de la economía era general en Europa, pero afectaba sobre todo a España, que entonces estaba a la cabeza del Continente. La economía nacional seguía basada en la plata que llegaba de América hacia España donde, tras un fugaz paso, volvía a ser embarcada hacia otros países europeos mejor organizados financieramente o se gastaba directamente en guerras. Pero los filones de plata se fueron agotando y el metal dejó de llegar a la Península.
En España, hasta entonces ardiente conquistadora, la decepción popular por los escasos resultados prácticos que empezaba a deparar la aventura histórica del Descubrimiento dio lugar a un período de claro antibelicismo, y la monarquía trató de contentar a las clases más modestas con una política económica muy perniciosa: la emisión de ingentes cantidades de moneda de cobre de poco valor, en una de esas equiparaciones tan molestas pero tan frecuentes de pobres con tontos.
La moneda de plata se vio desplazada por la de cobre, un fenómeno que posteriormente se ha conocido como la Ley de Gresham, que dice textualmente que la moneda mala expulsa a la buena. Esto tiene una explicación desde el punto de vista de la psicología colectiva y es que nadie se quiere quedar con lo que no tiene aprecio alguno y se desprende de ello lo antes posible.
Doble precio
La introducción de gigantescas cantidades de monedas sin valor produjo una gran inflación y, lo que es peor, los productos adquirieron un doble precio, fenómeno barroco donde los haya. Los artículos costaban bastante más para el que pagaba con monedas de cobre que para quien lo hacía con plata.
En consecuencia, las medidas populares de Felipe III no sirvieron para favorecer a las clases llanas, sino para todo lo contrario, para empobrecerlas más.
Con Felipe IV llegó al poder un nuevo valido, en este caso una persona muy destacada. Se trataba del conde-duque de Olivares, un hombre vehemente y dominante, cuya gestión fue tan excesiva como su propio carácter hacía presumir, por lo que acabó en una auténtica catástrofe. Su preocupación económica fue notable, pero hay que reconocer que la coyuntura no le fue nada favorable y sus esfuerzos fueron totalmente baldíos. No había nada en el interior con que sustituir la agotada economía de la plata americana. No había manos suficiente para trabajar, ni tecnología, ni capital para invertir, ni iniciativa privada. Además de no haber nada con qué empezar, el comercio exterior, único sostén económico hasta entonces, llegó a un estado de parálisis.
Parecía que España hubiese importado la maldición de algún hechicero de las tribus indias desposeídas de los metales preciosos, porque no es fácil encontrar en la historia universal tantas circunstancias negativas juntas.
En realidad, había muchas causas para el declive económico y la más importante puede que fuese el descenso de población. Olivares intentó remediarlo por todos los medios. Algunos de carácter interno, como los premios de nupcialidad y natalidad o la exención de impuestos a las familias numerosas, y otros externos, como la repoblación con inmigrantes.
Los magrebíes y subsaharianos de entonces eran los franceses y los irlandeses, que llegaron en buen número. Pero, en cualquier política, hay que contar con los factores imprevisibles. Aunque aquellos esfuerzos corrigieron algo el declive económico, la terrible peste de 1648 que diezmó el país acabó definitivamente con todo lo que quiso construir Olivares. Realmente, parecía una maldición.
El Conde-Duque también quiso cambiar radicalmente el estado de cosas en el terreno político. Y fue un auténtico revolucionario si tenemos en cuenta la época y su pertenencia a la nobleza. Su actitud, desde esta perspectiva, resulta verdaderamente insólita, ya que estaba convencido de que la nobleza era un lastre para España y que el gobierno y la administración deberían pasar a las clases medias, sin descuidar a las más modestas. Hizo una legislación suntuaria que limitaba los excesos y el lujo, intentó reducir los cargos municipales a la tercera parte y, algo por lo que la nobleza no estaba dispuesta a pasar, ordenó que todos cuantos ostentaban cargos públicos hiciesen un inventario de sus bienes, para acabar con la corrupción. Quienes poseían muchos, no tenían ningún deseo de suscitar las envidias dándolos a conocer y los hidalgos que no poseían ninguno, aún tenían menos deseos de que se supiese su estado, porque en la España de la época era tan importante la riqueza como la apariencia.
Olivares no consiguió que éste y otros de sus proyectos superasen el visto bueno de las Cortes, donde el patriciado no estaba dispuesto a perder sus prebendas, y tampoco tuvo la suerte de cara con su gran iniciativa, la creación de una cadena de bancos de depósito, a semejanza de lo que se había hecho en algunos lugares de Italia. Con la promoción de bancos, que debían trabajar obligatoriamente con un interés fijo del 7%, pretendía frenar la usura, formar un sistema financiero nacional que evitase recurrir una y otra vez a prestamistas extranjeros, frenar la salida de oro y plata del país e impulsar actividades agrarias e industriales, a través de préstamos. Un concepto moderno de la economía para el que quizá no estaba preparada la sociedad española.
La peste y la Guerra de los 30 años definitivamente acabó con las ya escasas reservas y aspiraciones españolas y con sus voluntariosas reformas. Con la firma de la paz de Westfalia, en 1648, España perdía la hegemonía mundial que había mantenido casi dos siglos.