Garoña, la central más rentable
Cuando en 1958 el director de Viesgo, Manuel Gutiérrez-Cortines, solicitó una autorización para instalar una central nuclear se convirtió en un adelantado a su época. Sólo había una planta nuclear de uso civil en todo el mundo, la inglesa de Calder-Hall. Aunque el Gobierno de Franco demoró el visto bueno hasta agosto de 1963, en ese momento sólo había doce centrales funcionando en el mundo. Franco, que en un principio tuvo alguna duda, acabó por considerar estratégico no quedar descolgados de la energía nuclear, por la necesidad de sustituir las importaciones de petróleo –el país acaba de pasar por una angustiosa carencia de divisas para comprar en el exterior– y para introducir a España en un selecto club internacional, el de los países que manejaban la temible tecnología del átomo.
La realidad era bastante distinta. Ni del combustible gastado de las centrales era fácil dar el salto a los isótopos militares ni España conseguía un salto tecnológico cualitativo, porque la central se montaba llave en mano y sin apenas aportación nacional.
Gutiérrez Cortines consiguió lo que ahora podríamos llamar un chollo: General Electric necesitaba un escaparate para un nuevo modelo de central que pensaba comercializar por todo el mundo, con el sistema de agua en ebullición, y para convencer a los compradores era imprescindible que hubiese algunas en funcionamiento. Por eso, le puso un precio sustancialmente bajo. La central de Garoña, que comenzó a construirse en 1966 fue la más barata del sistema español, ya que fue de unos 9.000 millones de pesetas de la época, a años luz del medio billón que costó Trillo algunos años después, aunque al comparar las cifras se aplique la inflación de ese periodo.
El socio vasco
La cuantía, en cualquier caso no era pequeña para una empresa local como Viesgo y la potencia también excedía sus necesidades, por lo que optó por asociarse con Iberduero en una sociedad constituida al efecto y denominada Nucleares del Norte, en la que ambas participaron al 50% hasta que Viesgo vendió su parte a Endesa en 1995. La búsqueda de un socio no fue un gran esfuerzo ya que por entonces el control de Viesgo estaba en manos del Banco de Vizcaya y, a pesar de que todos los consejeros procedían de aquella comunidad, Gutiérrez Cortines consiguió que la sede se asentase en Santander, lo que facilitó que buena parte del personal se reclutase en la región, aunque los directivos de la nuclear casi siempre procedieron de Iberduero.
Durante los años de espera, el director de Viesgo encontró un emplazamiento adecuado para la central en un recodo del Embalse de Sobrón, en el curso inicial del río Ebro. Un lugar del despoblado norte de Burgos, lo que facilitaba las cosas, aunque aún tardarían en aparecer los movimientos sociales que hicieron imposibles otras instalaciones en los años 70.
Iberduero trató de que la central se denominase Bilbao-Ebro, pero Cortines se opuso a un nombre que resultaba poco afortunado en Cantabria y finalmente se impuso la confesionalidad que durante décadas caracterizó a la cúpula directiva de Viesgo: la central acabó por bautizarse como Santa María, con el apellido del pueblo del pueblo más cercano, Garoña.
La vasija del reactor fue construida de una pieza en Rotterdam y el transporte de un cilindro de semejante tamaño y de 350 toneladas por las carreteras de la época fue toda una epopeya. Pero llegó a su destino y en octubre de 1968 quedaba instalado en el receptáculo de contención primaria.
La central más eficiente
Por el amparo de su patrona o por la solvencia técnica del proyecto, la construcción se realizó con rapidez y desde que el 2 de marzo de 1971 la central lanzó sus primeros kilovatios, Santa María de Garoña ha sido la nuclear que cualquier compañía y cualquier gobierno podía desear: la más silenciosa, la más eficiente (la mayor parte del tiempo funciona por encima del 99% de su potencia total hasta el punto que ha llegado a conseguir ese factor de carga (rendimiento entre parada y parada), algo que no está al alcance de casi ninguna.
También ha sido una de las menos conflictivas y, con seguridad, la más barata del sistema español. El hecho de haber sido una de las primeras provocó que fuese menos potente que las posteriores, pero con sus 460 megavatios ha ganado a la mayoría en rentabilidad por la ausencia de problemas, las escasas paradas no programadas y su bajo coste de construcción.
Amortizada hace años
La central tenía una autorización inicial de 25 años y no de 40 como se ha reiterado. El plazo tan corto era consecuencia de las muchas incertidumbres que por entonces provocaba una tecnología para la que no había referencias históricas, pero era evidente para todos que sería prolongado si los elementos más sensibles demostraban estar en buenas condiciones al cumplirse el plazo, como así fue.
La previsión contable obligó a adoptar esos 25 años para la amortización de la inversión inicial, por lo que hace mucho tiempo que quedó completada y aunque las inversiones de mantenimiento o de recrecimiento de las piscinas de combustible usado son onerosas, tienen poco que ver con las partidas de amortización de otras centrales o la que requeriría una de nueva construcción. Eso le permite producir kilovatios a menos de la mitad de precio que otras centrales nucleares y cuatro veces más baratos que las alimentadas por fuel. Si en el mercado cada kilovatio se pagase en función del coste de la central que lo ha producido, sólo los saltos de agua podrían competir con Garoña.
Aportación pequeña, rentabilidad grande
Eso no quiere decir que cierre de la central pudiese significar un drama para el abastecimiento eléctrico español, puesto que su aportación es de poco más del 1%. Tampoco, como se ha dicho, elevaría significativamente el precio de la energía eléctrica en el país, puesto que el sistema de remuneración no tiene nada que ver con los costes de cada central individual, sino que lo fija la más cara o ineficaz de las que resulten necesarias para abastecer la demanda en un momento determinado, y los kilovatios dejados de producir por Garoña probablemente acabarían por ser aportados por una central de ciclo combinado, que no cambiaría mucho los términos de la subasta.
Cada central ofrece un precio, en función de sus costes o de sus circunstancias técnicas –las nucleares no pueden parar y por tanto han de ofrecer un precio cero o muy bajo– y es la demanda nacional de energía eléctrica en cada momento la que establece cuántas de ellas han de entrar en funcionamiento para abastecerla y cuántas quedan paradas. El precio de la más cara en ese punto de corte donde las potencias que suman las centrales ofrecidas se cruzan con la demanda eléctrica puntual es el que se establece para todas las contratadas para ese tramo horario. Eso propicia que las nucleares y los saltos de agua por lo general entran siempre en funcionamiento y tengan unos márgenes muy importantes ya que sus kilovatios no se remuneran al precio al que acuden a la subasta, sino al del oferente más caro de entre los elegidos.
Una batalla importante para el lobby nuclear
Aunque los principales beneficiarios de la continuidad de la central sean las compañías propietarias, Iberdrola y Endesa, que hacen un gran negocio cada año con la nuclear burgalesa, la permanencia de Garoña tiene mucha trascendencia para el sistema eléctrico español y, en el fondo, representa un ahorro para el país, al margen de salvaguardar la economía de una amplia zona del nordeste de Burgos.
A pesar de los esfuerzos del lobby nuclear en favor de la construcción de nuevas centrales, y de que esa opción ha encontrado en los últimos tiempos apoyos tan inesperados como el del ex presidente Felipe González o el de destacados sindicalistas, es muy improbable que en España se construyan nuevas centrales. Las compañías eléctricas han tirado la piedra sobre el tejado del Gobierno, pero todo hace suponer que si mañana se desbloquease la moratoria nuclear no se presentaría ningún proyecto de construcción: las eléctricas tienen ahora otros objetivos más inmediatos, más cómodos y más baratos.
Con la vista puesta en los aerogeneradores y, en su defecto, en las centrales de ciclo combinado, pocas eléctricas se atreverían a afrontar el esfuerzo descomunal que exige encontrar un emplazamiento que no sea conflictivo y la captación de los ingentes recursos financieros necesarios para construir una central nuclear. En caso de conseguirlo en un momento de sequía crediticia, se plantearían si pueden permitirse el lujo de lanzarse a una aventura cuyos primeros kilovatios se producirían dentro de quince años, en el mejor de los casos, puesto que el proceso de construcción de una nuclear es muy largo y saben que las circunstancias en el mundo de la energía son muy cambiantes. Basta comprobar el cambio radical que se ha producido en la generación eléctrica en los últimos quince años, con la entrada en funcionamiento de 17.000 megavatios eólicos, que en 1994 nadie esperaba, para comprender los riesgos que tiene hacer previsiones a tan largo plazo.
Proyectos desechados en Cantabria
Tampoco resultaría fácil encontrar en España una ubicación para una central de nueva planta. A finales de los años 70 se barajaron alrededor de 25 proyectos que no cuajaron por la oposición vecinal que suscitaron, aunque la mayoría de ellos habían elegido entornos muy poco poblados. Lemóniz se inició y tuvo que ser abandonado por la amenaza terrorista. Los costos de estas centrales frustradas los hemos estado pagando hasta ahora los consumidores de energía eléctrica con un recargo en cada recibo.
Tras el éxito de Garoña, Viesgo se lanzó a una auténtica carrera por poner en marcha varias más. En Santillán, un lugar de la costa entre Prellezo y San Vicente de la Barquera, llegó a comprar los terrenos antes de abandonar el proyecto por la oposición popular y el escaso entusiasmo del Gobierno. Pretendía construir allí una central de 1.000 Mw, una potencia que duplicaba la de Garoña. Con Fenosa e Hidroeléctrica del Cantábrico solicitó instalar otra parecida en Regodola, dentro del ayuntamiento lucense de Jove, que llegó a tener autorización administrativa en 1976, aunque nunca llegó a ponerse en pie.
Aporte nuclear decreciente
Aunque es posible que la conflictividad no sea hoy la misma, las dificultades que ha habido para encontrar un lugar en España donde depositar los residuos nucleares indican bien a las claras lo trabajoso que resultaría hallar un nuevo emplazamiento para una central, por lo que la presencia de las nucleares en el sistema eléctrico español, como en el de muchos otros países de nuestro entorno, parece mucho más sencilla a través de la conservación de las que ya existen, aunque con grandes inversiones en su actualización, que a través de su sustitución por otras nuevas.
La continuidad de la central de Garoña, aunque sea por un espacio de tiempo muy breve, hasta que se gaste el combustible que tiene en el reactor, será la demostración más palpable del triunfo de esta política basada en el realismo. Ni el Gobierno de la nación ni las compañías eléctricas tienen otras alternativas en el campo nuclear y, aunque se conserven las centrales actuales, su aportación porcentual al sistema eléctrico decrecerá muy rápidamente a medida que se construyen centrales de ciclo combinado y entran en servicio más y más parques eólicos.
Los que se van a levantar en Cantabria triplicarán, por sí solos, la potencia de Garoña, aunque su producción real probablemente sea menor, ya que los aerogeneradores funcionan de forma discontinua y la nuclear solo se detiene de muy tarde en tarde, cuando ha de reponer el combustible usado, periodo que se aprovecha también para una profunda revisión y para la sustitución de los elementos que presenten algún desgaste. Un trabajo que en buena parte realizan empresas cántabras especializadas en el mantenimiento nuclear, con una disciplina tan ensayada y exhaustiva que ha hecho de Garoña una de las centrales más fiables del mundo, a pesar de sus casi 40 años.