El engaño que creó una autonomía
El 1 de febrero de 1982 nacía la Cantabria autonómica. En aquellos años vertiginosos parecía que no iba a llegar nunca pero lo cierto es que se redibujó el mapa de España en un suspiro, si lo comparamos con todas las propuestas de división territorial que se manejaron en el siglo XIX. 40 años después, es hora de que se conozca que, para bien o para mal, Cantabria surgió de un engaño.
El ambiente político estaba muy enrarecido en la región, porque Revilla, impulsor de un manifiesto con cien firmantes de todo tipo y condición, la asociación ADIC y las fuerzas de izquierda habían creado un clima proclive a la autonomía uniprovincial, y el nombre de Cantabria se había popularizado entre las capas más jóvenes y activas de la población. Eran menos los que seguían defendiendo el de Santander y unos pocos preferían La Montaña, que tuvo su predicamento en el pasado.
Ni UCD ni el PSOE tenían previsto crear una autonomía uniprovincial en la provincia de Santander. Los dos partidos mayoritarios, después de verse obligados a aceptar muchas más comunidades de las reconocidas por la República, seguían tirando de las bridas, incluso después del famoso ‘café para todos’ con el que Suárez logró diluir los estatus diferenciales que pretendían el País Vasco y Cataluña.
Una cosa es lo que se pensaba en Madrid y otra muy distinta lo que ocurría en las provincias. El PSOE parecía capaz de sostener la presión federalista de sus bases, porque ya contaba con una estructura muy sólida, pero UCD, creada por Suárez de la nada, se veía con muy serias dificultades para apagar sus fuegos internos, con permanentes choques entre familias políticas. Unir León a Castilla la Vieja le costó un esfuerzo ímprobo y, cuando por fin lo consiguió, uno de sus diputados en la zona se empeñó con tanto ahínco en reclamar la autonomía uniprovincial para Segovia que casi lo consigue.
Una vez aprobada la Constitución, los partidos se conjuraron en Cantabria para utilizar una vía secundaria que permitía alcanzar el estatus autonómico, el artículo 143, que requería el apoyo de las tres cuartas partes de los municipios y la mitad de la población. Fue precisamente uno de los alcaldes de UCD, Ambrosio Calzada, creador del Día de Cantabria, el primero en reclamar oficialmente la declaración de autonomía. Calzada supo que había ayuntamientos gobernados por el PSOE donde se preparaban declaraciones semejantes y les ganó por pillería. Ahí empezó un rosario de mociones idénticas de un extremo a otro de la provincia, aprobadas por alcaldes y concejales de casi todos los colores, salvo Alianza Popular.
Aquello era un dolor de cabeza tanto para Justo de las Cuevas, responsable de UCD en la región, como para Jaime Blanco, secretario regional de los socialistas. Blanco consiguió que Alfonso Guerra, vicesecretario general del PSOE, aceptase esa realidad, pero para UCD resultaba un trago mucho más difícil, y era la que decidía.
Desbordado por la osadía autonomista de sus propios alcaldes, Justo de las Cuevas, le pidió al vicepresidente Fernando Abril Martorell cambiar la posición de UCD en uno de los despachos que el número 2 de Suárez mantenía en una mesa del bar del Congreso con los jefes regionales de su partido, aprovechando las sesiones de la Cámara. Abril, se quitó el asunto de encima en varias ocasiones, para no dar alas a quienes reclamaban otras comunidades uniprovinciales, pero ante la persistencia de Justo, que no veía la forma de controlar su grey regional, acabó por desviarle hacia el propio Suárez: “Habla con él, y lo que diga Adolfo”, aceptó.
Adolfo, que lidiaba una de las infinitas crisis de UCD, no estaba para muchas consultas, y De las Cuevas no llegó a planteárselo. Sin embargo, el movimiento autonomista en la región había llegado tan lejos que amenazaba con romper su partido, y en el siguiente encuentro con Abril Martorell, en el mismo escenario y ante el habitual gin-tonic del vicepresidente, no encontró otra salida que mentir cuando le preguntó por la opinión de Suárez. “No lo ve mal”, aseguró sin dar más detalles y con poca convicción. Abril, con la displicencia de quien está obligado a asumir las veleidades del jefe, lo dio por inevitable: ‘Bueno, si lo dice Adolfo…”. El truculento episodio se repitió, casi punto por punto, con el presidente del grupo parlamentario de UCD, que debía tramitar el proyecto.
La historia está llena de pequeñas miserias, incluidos muchos hechos que pasaron a la memoria colectiva con tonos grandilocuentes. Todos somos su producto y hasta es posible que algunas resultasen convenientes. En ese momento, ni UCD ni PSOE tenían capacidad real de detener aquel movimiento autonomista y ocurrió lo que, por una vía o por otra, hubiese ocurrido con más demora y conflicto.
Alberto Ibáñez